Reanimación perpetua de una franquicia soviética


En todos lados hay un menú cubano: moros y lechón asado, yuca con mojo, empanadas y croquetas; en Miami, hasta las fondas chinas te ofrecen tostones y chicharrón. Es difícil de obviar las matrículas que dicen Holguín, Matanzas, Camagüey o el sonido de los dominós en algún apartamento del condominio. No hay mostrador sin cremita de leche, coquitos o pastel; los mercados surten casquitos de guayaba, flan, dulce de leche y pan cubano; pero también es frecuente hallar entre las latas de SPAM, la oferta de carne rusa, la fruta en conserva o el bálsamo de Shostakovsky. Si sólo indagas un poco más, te puedes refrescar con perfume Moscú, comprar un reloj Poujol y obsequiar un Cheburashka a un niño asombrado. A los Carlos y María, los acompañan los Serguei y Natasha “Excuse me, Sir., what is your name?” – “Vladimir”, responde, con el mismo acento de quien ordena un sándwich cubano con mermelada soviética.

¿Por qué, de entre todas las opciones practicables, el gobierno revolucionario elegiría el sovietismo? Bolek y Lolek, Violeta, El Cartero Fogón, todos bajo amenaza de los rayos catódicos de nuestro televisor Caribe, incoherentes, opacos ante la exuberancia de papalotes y flamboyanes. El oso Misha sentado en la habitación y la revista Sputnik en el centro de mesa. El sovietismo de los saludos en la boca y las ensaladas frías.

“Era como único podíamos enfrentar la amenaza imperialista de los Estados Unidos”, todavía escucho..., pero nunca dejaron a los praguenses relatar cómo les fue con el imperialismo soviético y los tanques durante aquella primavera. La Constitución “Marxista-Leninista”, para la cual la revolución esperó diecisiete años, antes de certificar la defunción de la prometida Constitución del 40. Marx, que no concluyó su tercer tomo, donde debían arribar las conclusiones; y Lenin, cuya gloria cabe en un lema castrense: “la política no es más que la fuerza” y nadie mejor para honrarlo que Stalin, que convirtió la Siberia en una versión censurada de la solución final, sin tampoco esconderlo mucho. ¿Qué pudo contribuir a la nación de las elegías y la rumbas, esa shashka cultural, que la atraviesa como un alfabeto extraviado del Cáucaso?

¿Valió la pena, me pregunto, haber tenido aquella educación bi-civilizatoria?  Lo pregunta quién carga con su propio nombre, que difícilmente lo consigan pronunciar de una sola vez en las lenguas romances.... 

En la calle Flagler, puedes reservar piezas de Lada, Moscovich o Volga, para enviarlos a tus primos en Cienfuegos, Holguín o Mayabeque. En La Habana, los autos rusos aún transportan a la gente, con un poco de ayuda de intestinos japoneses. Todo coordinado, como si bajo una gran carpa azul, la palma deba compartir suelo con el abedul y el almiquí confundirse con el oso pardo. 

¿Por qué… después de treinta años del infarto masivo del sovietismo, la isla continúa con ese proyecto: una economía centralizada, que apenas puede adaptarse a las necesidades de ayer y que subestima la autonomía y la creatividad humanas; un partido político que elige a quienes la gente debe elegir, en base a la incondicionalidad (¿sinónimo de “dogmático”?…) y no por sus proyectos e ideas propias.  No hay nada revolucionario en una sociedad en la que solo fluyen orientaciones. Si la idea de antologar poemas de Martí y Mayakovski, de poner a competir a la Matryoshka con la Cuquita, es para defendernos del imperialismo ¿A quién le seguimos pagando el precio de una franquicia descontinuada, si ya hace tres décadas que no están los salvadores...?

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